Powered By Blogger

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Los Rothschild y la Revolución francesa

A lo largo del siglo XIX y el primer cuarto del XX, se puede apreciar la enorme influencia de los Rothschild en buena parte de los conflictos europeos. A propósito de esto, el profesor de Economía, Stuart Crane, escribió lo siguiente:

“Si uno mira hacia atrás, se da cuenta de que cada guerra habida en Europa durante el siglo XIX, terminaba con el establecimiento de una nueva balanza de poder. Cada vez que se barajaban los naipes, había un balance de poder distinto y un nuevo agrupamiento alrededor de la casa Rothschild en Inglaterra, Francia o Austria [...] Los estados de deuda de las naciones en guerra, generalmente indicaban quién iba a resultar vencedor, y quién iba a ser derrotado”.

A tenor de los excelentes resultados cosechados por los Rothschild, otras familias de banqueros se apuntaron al mismo juego de influencia sobre las naciones. Nos referimos fundamentalmente a los Warburg, Schiff, Morgan, Kuhn, Loeb y Rockefeller, verdaderos planificadores de la reciente historia de la humanidad a lo largo siglo XX.

Las revoluciones de 1848, conocidas en varios países como “La Primavera de los Pueblos” o “El Año de las Revoluciones” estuvieron alentadas y sufragadas por los Rothschild y otros banqueros. Se desencadenaron de forma sincronizada en el primer semestre del año y se caracterizaron por su rápida expansión, virulencia y brevedad. Estas revoluciones “orquestadas” tuvieron una gran repercusión en países como Francia, Austria-Hungría, Alemania e Italia. Fueron un auténtico “ultimátum” a diversos gobiernos de Europa: o se adoptaban las medidas “liberales” preconizadas por los banqueros, o los gobiernos que se opusiesen a ello serían derrocados. El pulso se mantuvo aún durante setenta años más, pero en 1919, tras la finalización de la guerra europea, la mayoría de las monarquías habían sido eliminadas.

Terminada la contienda, los banqueros impulsaron e impusieron la Sociedad de Naciones como eficaz elemento disuasorio contra los nuevos gobiernos “democráticos” surgidos en las potencias derrotadas, donde además se habían producido revoluciones de inspiración marxista, y la monarquía había sido abolida violentamente: Alemania, Rusia, Austria...

España y Francia también recibieron su “toque de atención” en 1917: la primera en forma de una violenta Huelga General, y la segunda tuvo que hacer frente en octubre de ese mismo año, coincidiendo con la Revolución bolchevique, a una serie de motines en el Ejército que llevaron a Francia al borde de la derrota militar frente a Alemania.

El famoso asalto a La Bastilla del 14 de julio que se ha retratado siempre como el acto espontáneo de un grupo de ciudadanos parisienses, dispuestos a poner fin a los abusos y a la represión de las autoridades monárquicas, no fue tan romántico como nos lo han pintado. Muchos historiadores han demostrado que al populacho no se le ocurrió tomar La Bastilla hasta que no fue incitado a ello por alborotadores profesionales, muchos de ellos extranjeros. De todos modos, cuando la turba se presentó ante los muros de aquella impresionante fortaleza exigió la rendición incondicional de la guarnición y de la plaza a su gobernador, el comandante De Launay. El militar se negó y la muchedumbre inició el asalto, que en primera instancia fue fácilmente repelido por el Batallón de Inválidos encargado de la custodia de la prisión. Este batallón estaba formado por soldados veteranos que habían sufrido heridas de importancia o mutilaciones en las diferentes campañas militares en las que habían participado. El propio comandante De Launay era cojo por esa causa.

La fortaleza era inexpugnable, y una tropa profesional habría tenido problemas para tomarla al asalto de no contar con las piezas de artillería adecuadas y un regimiento de ingenieros que socavasen sus murallas. Tras reflexionar sobre sus escasas posibilidades de éxito, los asaltantes decidieron negociar con los defensores: respetarían sus vidas y les dejarían partir en paz si deponían las armas y les dejaban entrar, evitando un derramamiento de sangre inútil. Teniendo en cuenta la situación general de Francia, y sobre todo la imposibilidad de pedir ayuda, pues París estaba tomada por los revolucionarios, De Launay aceptó ingenuamente el trato. Ni que decir tiene que los amotinados, apenas pusieron los pies en el interior de la fortaleza, despedazaron a los soldados y sus cabezas cortadas fueron clavadas en picas y expuestas por las calles de París por la chusma enardecida por su cruel victoria.

Todo aquello para liberar a un puñado de “presos políticos” que supuestamente agonizaban entre sus muros. Según varios historiadores, en el momento de la destrucción de la cárcel esos reos eran exactamente siete: dos locos llamados Tabernier y Whyte, que fueron nuevamente recluidos por los republicanos poco después de su liberación; un aristócrata, precisamente, el conde de Solages, un libertino juzgado y encarcelado por diversos delitos, cuatro estafadores encarcelados por falsificar letras de cambio en perjuicio de los banqueros parisienses. Y según algunos historiadores, había un octavo preso, otro libertino, sodomita y pederasta, llamado Donatien Alphonse François, más conocido como el marqués de Sade, quien precisamente en La Bastilla escribió algunas de sus obras.

Poco después de la destrucción de la cárcel, un constructor privado, probablemente masón, propuso desmantelar la prisión piedra a piedra para construir, con esos mismos bloques de piedra, una pirámide parecida a las que construían los egipcios en la Antigüedad. Finalmente el proyecto se desestimó por lo costoso del mismo, pero casi dos siglos más tarde, la pirámide masónica acabó construyéndose en París, es precisamente la Pirámide de Cristal del Grand Louvre.

Los Rothschild fueron los principales instigadores de la Revolución francesa de 1789 que acabó con el binomio Monarquía-Iglesia, lo que se conocía entonces como el Antiguo Régimen. La banca, ya internacionalizada, había apoyado el proceso revolucionario desde el principio. Pero además, algunos historiadores como Albert Matiez, señalan a Jacques Necker, director general de Finanzas y primer ministro con Luis XVI, Étienne Delessert, fundador y propietario de la Compañía Aseguradora Francesa, Nicolas Cindre, agente de Cambio y Bolsa, y un tal Boscary, presidente de la Caisse D”Escompte y titular de varios cargos políticos, como algunos de los más destacados banqueros que tomaron parte en la conjura. Agotado el período de la Convención, los hombres de negocios ocuparon la práctica totalidad de los puestos de importancia en la administración republicana que no tardó en degenerar en un auténtico baño de sangre.

La dictadura impuesta por el Terror jacobino, consagrada en el Decreto del 14 de Frimario o diciembre de 1793, suspendía la Constitución, la división de poderes y los derechos individuales. Todo ello sumado a la creación de un Tribunal Revolucionario Sumarísimo, llevó al primer “ensayo” de instauración de un régimen totalitario en la Europa moderna, aunque ese dislate ha pasado a la historia como uno de los mayores hitos en la consecución de la democracia.

Pese a alardear de su carácter anticlerical y antimonárquico, lo que incluía la persecución de la nobleza (sólo de la que permaneció fiel al catolicismo), una selecta élite contraria al ideario de igualdad, se hizo con el poder tras la caída de la monarquía. Se calcula que el número de víctimas mortales durante ese período revolucionario rondó las 40000 personas, de las cuales más de dos tercios fueron campesinos y obreros, y en torno a un 10% gente de clase media: médicos, artesanos, granjeros, etcétera. Un escaso 6% fueron de origen “aristocrático” y un porcentaje similar pertenecía al clero. Buen ejemplo del tratamiento “igualitario” que los revolucionarios concedieron a las mismas clases sociales a las que supuestamente pretendían rescatar de la tiránica monarquía.

Al fin, y como suele suceder en estos casos, la Revolución francesa acabó devorando a sus propios inspiradores y el ideal de fraternidad estalló definitivamente en mil pedazos cuando empezaron a sucederse las traiciones entre sus dirigentes y cabecillas. Herbert, por ejemplo, fue guillotinado con el visto bueno de Danton, y éste subió al patíbulo poco más tarde empujado por Saint-Just y Robespierre, quien, según algunas investigaciones posteriores, había sido designado en persona por el banquero Rothschild para acaudillar el movimiento revolucionario, al menos durante un tiempo. Las cabezas de Saint-Just y Robespierre también rodarían en la denominada Reacción de Termidor, que a su vez desembocó en el Directorio, constituido por masones como Joseph Fouché o el vizconde de Barrás. Este último, según varias fuentes, fue el encargado de designar a Napoleón para dirigir al Ejército francés, pese a su juventud e inexperiencia militar.

Después vendría el golpe de Estado del 18 y 19 de Brumario, 9 y 10 de noviembre de 1799, en el que el protagonista absoluto fue el propio Napoleón, cuya popularidad estaba en todo su apogeo tras sus victorias en las campañas militares en Italia contra los enemigos de la Revolución, es decir, los patriotas italianos que luchaban por su propia independencia.

Esas mismas fechas de noviembre fueron elegidas en 1918 para derrocar al káiser en Alemania, en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial. Por esas mismas fechas cayó el Muro de Berlín en 1989. Parece mucha casualidad. Más aún si tenemos en cuenta que el famoso Putsch de Múnich de 1923, el golpe de Estado fallido que prepararon Adolf Hitler, Ernst Hanfstaengl y Erich Ludendorff, también tuvo lugar en esas mismas fechas de noviembre. ¿Casualidad?

Coincidiendo con su estancia en Italia, Napoleón Bonaparte había ingresado en la logia masónica Hermes de rito egipcio, aunque según otros autores ya había sido iniciado en una logia marsellesa de rito escocés cuando sólo era un insignificante teniente del Ejército. Durante su dictadura siempre se rodeó de francmasones. Su hermano alcohólico, José, al que impuso como rey en España, donde recibió el apelativo popular de Pepe Botella, llegó a ser gran maestre masón. En una fecha tan simbólica como la Nochebuena del mismo año 1799, Napoleón impulsó la nueva Constitución, que estableció el Consulado (una dictadura dentro de un régimen aparentemente republicano, según el antiguo patrón romano) y permitió que una paz relativa se fuese instalando en el interior del país, una paz impuesta por la fuerza de las armas. A cambio, el dictador utilizó el fervor popular aún latente por las recientes victorias militares en el extranjero, en su propio beneficio, fomentando un poderoso Ejército que asegurase su gobierno y lanzándolo después contra Europa para imponer en todos los países regidos por monarquías sus ideales revolucionarios es decir: someterse a la misma dictadura que había impuesto ya en Francia.

Al principio, Napoleón sumó varias victorias, no todas de índole militar. En 1810, por ejemplo, confiscó de forma absolutamente ilegítima uno de los mayores tesoros documentales, si no el mayor, de Europa: los Archivos Vaticanos, que fueron trasladados a París para ser puestos a disposición de la francmasonería. Se ha estimado que fueron miles de valijas y legajos los que se trasladaron a París. La mayor parte fue devuelta al Vaticano tras la caída de Napoleón, pero no toda. Después de haber derrotado a todos sus enemigos, las tropas napoleónicas fracasaron en los dos extremos de Europa: en España y Rusia.

La campaña de Napoleón en Rusia concluyó en el desastre más absoluto cuando los propios rusos incendiaron Moscú recién ocupada por los franceses, obligando así al ejército invasor a iniciar una retirada forzosa. Los granaderos franceses fueron aniquilados por el terrible frío.

El historiador británico McNair Wilson, asegura que la verdadera razón que propició la caída de Napoleón fueron las medidas que éste tomó contra los intereses comerciales de los banqueros al organizar un bloqueo naval total contra Inglaterra, a la que siempre consideró su principal enemiga. En esto coincide con otros investigadores, según los cuales, Bonaparte no fue más que un instrumento, uno de tantos, en manos de los especuladores de la banca internacional. La misión encomendada a Napoleón consistía en edificar una Europa Unida bajo su autoridad, basada en los principios liberales que inspiraron la Revolución francesa, pero fue retirado del juego cuando fracasó en las campañas de Rusia y España y empezó a tomar sus propias decisiones en lugar de acatar las órdenes que recibía en secreto.

Es un hecho fehaciente que los hermanos Nathan y James Rothschild financiaron los ejércitos del duque de Wellington, a la postre, vencedor de Napoleón en el campo de batalla. Hay que decir también que esos banqueros fueron los mismos que en su día financiaron el fenomenal ejército napoleónico.

Durante el breve y sobredimensionado imperio napoleónico, un auténtico Reino del Terror en media Europa, comenzó un nuevo ciclo político que permitió la expansión de los supuestos ideales revolucionarios, que no eran otros que los del mercantilismo y la banca privada internacionalizada. Exactamente los mismos que ahora se intentan imponer de nuevo desde la Unión Europea, un engendro político casi tan abominable como la dictadura napoleónica.

No hay comentarios:

Publicar un comentario